Más de una publicación ensayan lecturas sobre la relación entre mercado y Estado, y recrean la idea del desplazamiento de éste por aquel. Es decir, el Estado al servicio del mercado. Ese Estado, todopoderoso, que todo lo sabe, que todo lo puede, y que todo lo ve. Ese Estado, ese Leviatán de Hobbes, ese dios terrenal, está ahora al servicio de un mercado cada vez más feroz, más voraz y menos humano.
Lamentablemente, queramos o no, nos guste o no, encaje en nuestra lógica o no; todo, absolutamente todo, se convierte en una mercancía. Antes que un fenómeno de tipo exclusivamente económico, es un particular y espantoso proceso sin fin, de conversión de materias e ideas, en mercancías. Mercancías, susceptibles de ser usufructuadas de todas las maneras creadas y por crearse, en una entramada red de intercambios donde la humanidad queda presa a merced de cualquier transformación que no estamos aún preparados para imaginar su desenlace.
Ya no extraña, y es más fácilmente aceptable la frase: “todo tiene un precio”. Hasta el Estado, tiene un precio frente al mercado. El estado, para colmo de males, es una mercancía más, frente a la omnipotencia del mercado. Solo garantiza, protege, promueve y salvaguarda los intereses de un mercado omnipresente, a riesgo de atentar contra la salud de la humanidad, sin imaginar –no tenemos tiempo para ello- sus fatales consecuencias.
No es posible hallar o construir otra explicación sobre el papel del Estado, el nuestro por lo menos, tan sumiso frente a los requerimientos globales de un mercado cada vez más penetrante y con un perfil alejado de toda humanidad. Es un Estado capturado por el mercado.
Sarcásticamente, los humanos somos capaces de crear cosas, procesos, sueños e ideas inhumanas. El país sangra, el planeta sangra (mientras el Estado se amilana); pero el mercado, se muestra cada día más fuerte, más saludable, más dominante.
¿Si el Estado no puede contra el mercado, qué será de nuestro porvenir como ciudadanos?