viernes, 28 de noviembre de 2014

ABSURDAS MEDITACIONES 3. SOCIEDAD NUESTRA DE CADA DÍA


No cabe duda que somos productos sociales. Ella, la sociedad, nos engendra. Cría, educa, forma y transforma, en el transcurso de nuestra vida entera, inmiscuida en este orden escandalosamente entretejido, donde todos estamos conectados con todos, de una u otra forma y debido a uno que otro interés, ambición, fobia, anhelo, etc., sin saber exactamente hacia dónde vamos ni hasta dónde llegaremos.

Pero, ¿qué es la sociedad? Qué podría ser para tener esa capacidad de formar tantas diferencias entre todos sus hijos e hijas. Podría ser una madre profiláctica y polifacética. Podría ser cualquier cosa que queremos que sea, en términos de criticidad, observación y locuacidad o charlatanería. Podría ser un paraíso, un cielo o un infierno. Un prado verde y equilibrado, una caja fuerte o un simple escenario teatral con muchos actores, caótico libreto y cero público. Podría ser simplemente una palabra hueca y absurda, una ilusión, un analgésico para nuestro dolor ante el caos del universo; un cheque sin fondos.

Nacemos con un gran portafolio de información genética, pero desarrollamos en medio de fricciones con la información que nos proporciona incansablemente el contexto donde crecemos y competimos por sobrevivir. Lo natural y cultural, en un tortuoso combate, van definiendo nuestros matices cualitativos y cuantitativos, por querer hablar al estilo de la epistemología contemporánea, y estar a la moda, evitando las pisoteadas de la exclusión consumista.

Crecemos gracias a la existencia de los demás, y nuestra vida adquiere sentido en esa permanente pelea por satisfacer nuestras necesidades, con mucha más fuerza ahora, en esta sociedad de consumo. Creamos nombres y categorías para entender y justificar nuestras acciones y omisiones: seguridad ciudadana, justicia social, ecosistema, gobernabilidad, libertad, prosperidad, en fin.

Compartimos un sinnúmero de alternativas filosóficas, religiosas y científicas; al extremo que ya no somos únicamente hijos de la sociedad, sino que ella, es también nuestra hija. Nuestra obra, nuestra creatura; la extensión de lo más profundo de nuestro interior, de esa zona oscura, de esa caverna que Platón parecía entender, que Nietzsche anhelaba iluminar y de la que Sartre abominó hasta su muerte.

La sociedad, nuestra madre; nuestra madre, nuestra hija.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

EN DEFENSA DE LA FAMILIA SUPEREDUCADORA



Nos es muy común escuchar que la familia, prácticamente, es la única responsable de la educación de sus hijos e hijas; e incluso, que la escuela no educa, instruye. Este tipo de comentarios aparecen en momentos en los que a la escuela se la mira con un ánimo inquisidor frente a cifras estadísticas o casos particulares que desdicen, cuestionan o ponen en duda su importante y sacrificada labor: formar personas integralmente saludables concordantes con una sociedad libre y democrática.

No está demás enfatizar que las miradas o lecturas que construyamos sobre fenómenos propios de las ciencias sociales (la educación es una ciencia social), son múltiples, diversas y hasta contradictorias, y dependen fundamentalmente del observador, lector o intérprete, que decida compartir su apreciación.

No obstante, es posible confrontar percepciones y lecturas, a fin de atrevernos a buscar coincidencias y pretender una apreciación compartida. Por ejemplo, que la familia no puede por sí sola, responsabilizarse por la educación de sus vástagos; que la escuela no solo instruye, educa, y no puede evitarlo. Y que la educación es un proceso permanente y coparticipan en él, todas y cada una de las instituciones formales e informales: iglesia, estado, empresa, medios de información, internet, pandillas, policía, etc., además de las instituciones educativas.

Asimismo, eximir de esta gran responsabilidad a cualquiera de las instituciones, es tan penoso y nocivo, como responsabilizar solo a una de ellas: la familia, por ejemplo.

Ahora, lo admitimos, somos agentes que desde nuestro nacimiento nos involucramos en un proceso de aprendizaje permanente. Aprendemos y desaprendemos, nos educamos y reeducamos, en fin; y ello sucede en todos los espacios en los que interactuamos, inevitablemente, en todos (y no solo en la familia o en la escuela). A no ser que queramos reinventar o reelaborar nuestras nociones de educación, instrucción, aprendizaje, conocimiento, información, etc.

En suma, hacer de la familia una institución supereducadora, es eximir de la responsabilidad a otras instituciones que comparten la labor educativa, lo que agrava la problemática en esa área de la que adolecen muchos países, afectando o dificultando su propio desarrollo. La familia no es ninguna institución supereducadora. Es una más que forma parte de ese conjunto de instituciones que invierte mucho esfuerzo con el objetivo de (re)construir sociedad, de (re)hacer país, de (re)formar personas.

martes, 11 de noviembre de 2014

¿POR QUÉ DEBO TENERLE MIEDO AL ESTADO?



¿Por qué debo tenerle miedo al Estado? Si es un ente que existe en razón a mi existencia. A mi existencia como ciudadano, en tanto existo porque el otro existe. Y para poder existir necesito de la existencia del otro. Esa convivencia dinámica y sostenible, interdependiente, genera de por sí la necesidad de ser regulada por un ente con el poder de tomar decisiones y hacerlas cumplir a fin de salvaguardarla.

Mi existir y la del otro constituyen una convivencia que es a la vez, una infinita y entretejida red de interacciones, guiadas por el fin —ahora supremo, en concordancia a las teorías contemporáneas del desarrollo humano— de proporcionarnos recíprocas satisfacciones. Es el ideal. La utopía.

Entonces, concordamos tácitamente en la necesidad de conceder nuestra soberanía —sacrificarla— a merced de la voluntad de un ente que limite afanes desmedidos de algunos ciudadanos que, como yo, pretendan proporcionarse satisfacciones a costa —o generando— dolor y sufrimiento a los otros. Este ente, es el Estado. Estado que posee una autoridad, la cual descansa en el uso legítimo de la fuerza; pero es una autoridad que emana de mi existencia en tanto subsisto porque el otro también subsiste.

Es decir, en prime lugar, debo admitir que mi existencia depende de la existencia del otro; en segundo lugar, la existencia de ambos solo es posible siempre y cuando exista un ente, creado por nosotros, para que arbitre, regule, limite, norme y monitoree nuestra convivencia en aras de salvaguardar la existencia de todos, hasta la del mismo Estado. De este modo, el Estado es un ente necesario, vital.
Concluyendo, el Estado existe porque la convivencia ciudadana existe; y existe para preservarla, para protegerla, para defenderla, para sostenerla. Entonces, si yo soy parte de esa convivencia humana, que es la razón de la existencia del Estado, ¿por qué he de temerle?

Además, el Estado es hijo de la convivencia humana, y no a la inversa… ¿Será por eso que irradia un pánico parricida?



sábado, 8 de noviembre de 2014

UNA PERCEPCIÓN CARICATURESCA DE UN ESTADO ENMARAÑADO





El Estado peruano adolece de muchas taras, heredadas o copiadas de un pasado violento e inhumano que sembraron los reinos europeos del Siglo XVI, en sus procesos de invasiones, saqueos y mortandad. Si es de raíces naturales o culturales, esa avaricia y deseo casi enfermizo de capturar el poder político que ha caracterizado y aún caracteriza a muchos de nuestros gobernantes, es un tema muy difícil de concluir, por ahora.

El último proceso electoral regional y municipal (octubre 2014), nos proporciona nuevas lecciones que confirman hipótesis sobre los intereses particulares de individuos y grupos que se sobreponen y se priorizan a los intereses ciudadanos, causando graves daños a la gobernabilidad y perturbando la salud social, en muchas localidades de nuestra patria.

Obviamente, perdemos todos. Se agiganta la desconfianza entre peruanos; gobernantes y gobernados, se constituyen en dos grupos opuestos, irreconciliables y recíprocamente agresivos. Se resquebraja el estado de derecho, decae la imagen del Estado en sí, y pierde total sentido hablar de nación, de república, de sociedad peruana. Los proyectos nacionales, entonces, que tanto esfuerzo nos costaron, carecen de viabilidad, seriedad y coherencia.

Un Jefe de Estado que parece jugar algún juego infantil de épocas pasadas, con el único objetivo de pasarla bien y disfrutar el momento; una primera dama que parece ser la jefa de Estado; uno que otro ministro que irradia la imagen de vivir en el país de algún cuento clásico; un Congreso que parece un circo —o un circo que parece Congreso—; un poder judicial donde las órdenes, resoluciones y sentencias resultan incoherentes o decisiones propias de un manicomio. Todo ello, contradice y alimenta una percepción ciudadana de abandono estatal, germinándose una especie de enmaraña social donde cada quien puede hacer lo que quiera, dependiendo de la caparazón que lo proteja o de los agentes gubernamentales que lo blinden. 

No obstante, el Estado continúa cobrando impuestos —no puede dejar de hacerlo—; continua promoviendo, protegiendo y defendiendo a un mercado cada vez más omnipotente e inhumano; continua juramentando ministros —“por Dios y por la plata”— en nombre de una institucionalidad absurda; continua pregonando un crecimiento económico sostenible como sinónimo de desarrollo humano; y para colmo de males, ha empezado a vender la idea de convertirnos dentro de poco, en un país desarrollado… quizá para este Estado, realmente —y solo le importa que—, “la plata llega sola…”.

domingo, 2 de noviembre de 2014

EL INDIVIDUO CONTRA EL ESTADO



Es posible argüir que el principio de autoridad debe primar sobre las voluntades reticentes a la obediencia; que el Estado es el Estado, por tanto, sus decisiones son ley y ante ello el uso legítimo de la fuerza es de su exclusiva potestad; que el contrato social actual en nuestro país está regido por los principios del libre mercado; en fin… entonces, en nuestro país —sino en el mundo—, el derecho de propiedad sobre un bien, es superior al derecho a la vida. 

Obviamente, sobre el caso sucedido en Cajamarca, el jueves 30 de octubre, el desalojo de una familia de la casa que habitaban, ordenado por la jueza Carmen Nancy Araujo Cachay, pueden extraerse un sinnúmero de lecturas. A favor o en contra de una de las partes involucradas, y aquellas que pueden presumir de imparciales. ¿Cuál es mi lectura? Una pelea a muerte entre un ciudadano y el Estado. El desenlace: la muerte del más débil. 

Cuando vemos al Estado peruano dando de patadas y varazos al individuo sangrando y tirado en el suelo, reducido a perdigonazos y gases lacrimógenos, vemos al monstruo de Nietzsche (“el más frío de todos los monstruos fríos”): el monstruo llamado Estado. 

Podemos ver también al típico desagradecido que muerde la mano que le da de comer. El individuo, que da de comer al Estado, que ha engordado sus intestinos, que mantiene vivo y cede su poder para que gobierne su vida; que vive trabajando para que él (el Estado), viva sin trabajar; porque ese es el Estado, nuestro estado, que no trabaja, no produce, que come su pan de cada día con el sudor de la frente del ciudadano; ese es el Estado que ha mordido la mano del ciudadano Fidel Flores Vásquez hasta quitarle la vida sin ningún escrúpulo ni legalidad. Porque si eso es aplicación de la ley, y la aplicación de la ley es justicia, ¿qué será de nuestro porvenir como sociedad civil? 

(El Estado vive de nuestros impuestos, de nuestra plata. De mi plata. No solicita, exige; no consulta, impone. El Estado dice: “O me pagas, o te desgracio”. Pero no a todos los contribuyentes, solamente a los débiles). 

Simplemente, puede percibirse que el Estado peruano, es fuerte ante los débiles, pero débil ante los poderosos.